Domingo 15 de junio de 2008 | Publicado en la Edición impresa
“No hay que llenar los vacíos, hay que habitar los espacios.”
“Cuando algo termina, hay que tener el coraje de sostener el vacío, porque siempre surge una situación nueva.”
“El primer paso para conseguir lo que realmente queremos pone en marcha el doloroso proceso de perder lo que ya no nos sirve.”
“Cuando nuestro intento de cambiar es lo bastante fuerte y lo tenemos
claro, nuestro ser interior orquestará las circunstancias que nos
obligarán a abandonar aquello que se ha vuelto obsoleto.”
“Todo lo que sucede, sucede para mi bien.”
Mientras mayor es la capacidad de una persona para concluir situaciones
en una relación, más auténtica es la relación. Las personas que pueden
despedirse con un buen adiós son más capaces de comprometerse
totalmente con el otro de una forma realista, fresca y significativa.
”
Esta reflexión del terapeuta gestáltico Stephen Tobin, parte de su
contribución a la antología Esto es Gestalt, retoma el eco de las
frases que Marisa comparte con nosotros. Unas y otras pueden caber en
el capítulo de la vida llamado desapego. Esta palabra suele ser
considerada sinónimo de indiferencia, desinterés o falta de compromiso.
Pero apunta, más bien, a una cualidad que permite establecer con las
personas, con las cosas y con las etapas de la vida una relación de
autonomía, de autenticidad.
En su Diccionario de la mente y del espíritu, el lingüista británico
Donald Watson dedica una entrada a este término y lo relaciona con el
abandono del ansia y del deseo, que, en la filosofía oriental, son
considerados generadores de dolor y sufrimiento. Aun sin conocimiento
de esta filosofía podemos percibir, en las propias experiencias, las
consecuencias del apego, de la identificación
indiscriminada. No poder desapegarse de una persona, de un hábito, de
una idea, de un objeto, lleva a establecer con ellos relaciones de
posesión o de sumisión. Y tanto el posesivo como el sometido pierden
parte de su identidad en esa situación. Para poseer hay que prestar
mucha atención a aquello (o aquel) que poseemos y depositar mucha
energía, que queda embargada en ese intento. De hecho, en la sumisión
se paralizan otras tantas potencialidades que nunca se desarrollan.
El apego es una actitud que nos deja, como la mujer de Lot, mirando
hacia atrás, encadenados al pasado. Mientras tanto, los ciclos de la
vida se continúan sucediendo. Niñez, adolescencia, madurez, vejez.
Primavera, verano, otoño, invierno. Comienzos, desarrollos, finales.
Siembra, cosecha. Reposo, actividad. Contacto, retiro. Ingestión,
procesamiento, asimilación, eliminación. Encuentro, despedida.
Amanecer, día, atardecer, noche. Inhalación, exhalación. En donde
observemos la vida, la veremos manifestarse a través de ciclos. Nuestra
existencia será más armónica en la medida en que acompañemos ese
decurso. Eso es el ciclo de una experiencia completada. Cuando así no
ocurre, se impiden las próximas experiencias. La vida ya no fluye, sus
aguas se estancan.
El apego (a una relación, a una amistad, a una costumbre, a un espacio,
a una actividad, a una idea, a una práctica) niega que el objeto del
apego es ya tóxico o disfuncional. John Stevens, otro reconocido
gestaltista, apunta que “las posibilidades del apego son interminables,
e incluyen la idea de estar desapegado. Y es siempre una señal de no
aceptación, de no estar dispuesto a que las cosas sean como son”. El
apego, en fin, traba nuestro andar por la vida, carga nuestro equipaje
con lo innecesario, nos impide aprender el necesario arte de soltar.
Diálogos del alma
El arte de soltar
Por Sergio Sinay
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